Anna agarró la aldaba con mano firme y estampó tres sonoros aldabonazos contra el bronce de la puerta que resonaron con saña en cada esquina e hicieron aullar a los perros de toda la calle. Espesas nubes de polvo se levantaron con cada uno de los golpes. Anna esperó. Cuando ya estaba a punto de largarse por donde había venido, la puerta se abrió con un chirrido desquiciante y apareció un hombre, de unos dos metros de alto, tuerto, jorobado y completamente calvo. Una capa negra le cubría por completo y le daba aspecto de cuervo. El hombre habló y pareció que se habían abierto las puertas del infierno: "¿Qué quieres, niña?". Pero Anna acababa de cumplir 44 años en noviembre y no estaba dispuesta a que la llamaran "niña". Quería acabar con aquel tipejo. De modo que le clavó su mirada más destructiva, ensayada durante largos años delante del espejo de su cuarto, y rápidamente buscó una respuesta adecuada en su repertorio de exabruptos.